martes, 5 de mayo de 2009

RECORDAR ES VIVIR...








PRIMERA PARTE
Un buen día leí una crónica publicada en un periódico, con unos agradables apuntes, los que utilicé para dar forma a esta nota que traslado para su opinión, colocandome como su protagonista, pues cabe anotar que las vivencias aquí descritas, formaron parte del día a día de mi juventud en mi nostálgica Cartagena de Indias, atreviéndome a asegurar, con poco margen de equivocación, que muchos de Uds., amables lectores, también llevan “añoranzas” potenciales, para volver a vivirlas.
Todas las tardes, el buscapleitos del “negro Chocó” salía de la Escuela de Bellas Artes con un armazón de madera dividido en compartimientos, (allí guardaba su preciada mercancia ) lo recostaba contra una de las bancas de la rotonda central del Parque Fernández de Madrid, ( nuestro fortin para jugar a la lleva todas las noches) y lo llenaba ordenadamente de cuentecitos (paquitos le dicen aca Barranquilla), que iba sacando uno a uno de una caja de cartón.
Alquilar cada cuento, comic, paquito o revista de muñequitos para leerlo ahí mismo costaba 20 centavos, y los muchachos del barrio de San Diego, los San Miguel, los Buelvas, los Herrera, el turco Zarur, los Mackenzie, los Pacheco, los Paz Escudero, los Varela, los Muñoz, los Bustamante, los González y todos aquellos que merodeábamos el sector, esperábamos con impaciencia la llegada del negro Chocó, para sentarnos a su lado y empezar unas horas de aventuras, de la mano de superhéroes y niños traviesos, entre ellos uno muy nuestro, al que todos se la montaban y que nos sirvió para bautizar a muchos condiscípulos: Memín Pingüín.
Al llegar a la adolescencia, descubrí que el negro Chocó, no era el único que alquilaba ese tipo de revistas en Cartagena, y como decidió dejar el negocio para dedicarse a los títeres y al teatro (era tramoyero), tuve que buscar refugio en la parte de atrás del Edificio Nacional, donde quedaba un pequeño sanandresito, o en los recovecos del Parque del Centenario, todavía con sus babillas adormiladas, sus longevas tortugas, sus gigantescos sábalos y sus pájaros famélicos.
Podía pasar hasta tres horas sentado sin cansarme y sólo me animaba a suspender la lectura cuando se me acababan las monedas o cuando empezaba a oscurecer.
Como los "pelaos" no habíamos sucumbido todavía a la magia hipnótica de la televisión –porque había sólo un canal con una programación aburrida en blanco y negro, y muchos no tenían televisor en sus casas–, nos entregábamos a esa otra magia parecida, que exigía más esfuerzo de la imaginación, sufriendo con las aventuras del enorme surtido de superhéroes, animales parlantes, niños precoces y vaqueros polvorientos que venían en los cuentecitos o paquitos.
Por supuesto, Supermán era uno de estos superhéroes, al igual que Batman y demás Paladines de la Justicia, algunos desaparecidos o en reposo, como Linterna Verde, Atomic, Flash y Marvila.
Mickey, Donald, Giro Sintornillos, Tribilín, el Pato Lucas o el Conejo de la Suerte componían el repertorio zoológico, mientras que Tobi, la Pequeña Lulú y Periquita eran los personajes infantiles.
Del Lejano Oeste, nos acompañaban Gene Autry, Roy Rogers o el Llanero Solitario.
Todos eran de Estados Unidos, muy llenos de aventuras sin duda, pero algo lejanos a nuestra idiosincrasia.
Por fortuna, el negro Chocó tenía también una enorme colección de aventuras de los superhéroes con sello latinoamericano , como el Santo, Juan Sin Miedo, Chanoc, Mizomba y Mawa, que nos deleitaban más y con más espíritu local.


TARDES ENMASCARADAS
Dice la crónica que El Santo nació en los cuadriláteros de lucha libre, pero detrás de la máscara de plata estaba Rodolfo Guzmán Huerta, un hombre común nacido en 1917 en Tulancingo (México).
Igualmente dice que se retiró en 1982 y que murió de un infarto el 5 de febrero de 1984, pero yo sé que sigue vivo dentro de algunos "escaparates" viejos, donde reposa la colección de cuentecitos o paquitos de algún nostálgico.
Nunca se me olvidará que en las revistas de el Santo aparecía en letras grandes el nombre de José G. Cruz, que yo creía el verdadero nombre del Enmascarado de Plata, hasta cuando ya adulto, descubrí que se trataba de un escritor, dibujante y editor de historietas, que nos deleitaba quincenalmente con aventuras inverosímiles, extravagantes y cómicas, que se narraban en dos o tres números, así que debíamos esperar dos semanas para saber cómo se salvaría el héroe.
La magia para presentar las aventuras del Santo era su técnica gráfica que utilizaba fotos de personas reales, retocadas para darle la apariencia de dibujos; fotomontajes.
En los despeñaderos ya casi fragiles de mi memoria, cimentada en las infinitas conversaciones con mis amigos de infancia, todavía está fresco el recuerdo de la hermosa Kyra, la maga blanca enamorada del Santo, y el pequeño Ike, su compañero entrañable, una especie de Robin mexicano.
Cuando niño, quizas como muchos otros y tal vez solo cambiando de héroe, yo me creía el Santo y en muchas ocasiones junté dinero de mi cosita ( asi se le decia a la merienda en Cartagena) para comprar su máscara blanca , con los ojos y la boca reforzados de cuero, que vendían en los puestos de disfraces de la Torre del Reloj, todos los años a principios de las fiestas de noviembre. Que época inolvidable. Esta historia continúa,